AL ATARDECER DE LA VIDA...

Autor: 

P. Raúl Pariamachi, ss.cc.

Gracias a la confianza del P. Juan Luis Schuester tuve la dicha de asomarme a su corazón en las últimas horas de su vida; de alguna manera, me siento en la obligación de transmitir algo de sus palabras, para que no queden en el olvido.

Contra lo que yo mismo pensé en un momento, Juan Luis siempre fue consciente de la gravedad del diagnóstico: cáncer de páncreas con metástasis. Decidir someterse a la quimioterapia puede ser entendido como un acto legítimo de aferrarse a la vida, pero, en su caso, pesaba mucho la voluntad de no defraudar a las personas que le expresaban su amistad y su cariño: “No puedo ser cobarde –me dijo–, es tanta la gente que reza por mí, que espera que me sane”. Por supuesto, también contaba el temperamento propio de un hombre de decisión y acción, lo que se debe hacer hay que hacerlo ya. 

Una semana antes de su partida me pidió que conversáramos, estaba ya postrado y hablaba con dificultad. Me dijo que estaba consciente de la evolución del cáncer y que la quimioterapia no iba a devolverle la salud. Desde ese momento supe que Juan Luis se sentía liberado para hablar de la muerte. Me contó brevemente lo que había hecho en su vida y cómo había tratado de hacerlo de la mejor manera. Por supuesto, yo conocía más o menos su recorrido, pero fue una experiencia inolvidable escucharlo hablar con tanta pasión (Juan Luis siempre fue un hombre apasionado). Para mí el momento más sentido fue cuando recordó su profesión perpetua en Puente Piedra, se respiraba su amor por el Perú, por su gente, su cultura, su comida. “He sido feliz”, me dijo emocionado. “Ya he cumplido, no creo que Dios me pida más”. En ese momento solo atiné a decirle: “Lo has hecho bien, Juan Luis. Nos has amado con todo tu corazón”. Me confió su encrucijada: por una parte, se sentía exigido a seguir batallando por su vida; por otra, se sentía cada vez más agotado. Finalmente, llegó a la decisión de abandonarse en las manos de Dios, aceptando el curso de la vida. Sé que al día siguiente conversó con Pedro Vidarte, para decirle que había decidido no continuar con la quimioterapia.

La víspera de su muerte hablamos en la clínica. Un diálogo breve, porque estaba en cuidados intermedios. “Machi –así me decía–, ya está… es el final”. Y yo me atreví a pedirle que esperara a su hermano y a sus sobrinos, que llegarían en cinco días. “No… no creo que los vea”. Se emocionó mucho al mencionar a su familia, yo también porque sé del sacrificio que significa para un misionero dejar su patria y su hogar. Me impactó que hasta el último momento Juan Luis pensara en la Congregación, estaba preocupado por el futuro de la vida religiosa, me animó a ser perseverante. Al final dijo: “Bueno… Jesús me dice: Soy yo, no temas” (después supe que José Serrand le había comentado el evangelio del día anterior). Le pregunté si necesitaba algo, me pidió rezar. Entonces me nació presentarnos ante Dios como hijos de los Sagrados Corazones; rezamos el Padre Nuestro, el Ave María, el Gloria. Le hice la señal de la cruz sobre la frente y le agradecí por todo lo que hizo por nosotros sus hermanos de Congregación.

A la mañana siguiente me llamaron para decirme que Juan Luis había fallecido. Yo estaba en una tienda, no pude contener las lágrimas. Recordé la tarde de febrero de 1992, cuando conversé con el Schuester –así le decía– en una banca del convento; él me escuchó con atención, me abrió las puertas de la Congregación. Mi madre, que llora su partida, siempre recuerda este gesto; yo también, por supuesto. Y es que Juan Luis era un religioso y un sacerdote a toda prueba. Sé que ahora es parte de esa nube de testigos que nos acompaña mientras peregrinamos por este mundo.