LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO - La Resurrección de Jesús nos recuerda que el cristianismo es una fe viva

Autor: 

Raúl Zegarra - aparecido en El Comercio, domingo 16 de abril de 2017

 

Tras la muerte de Jesús, algo inesperado sucedió. Algunas de sus discípulas se dirigían a la tumba para embalsamar el cuerpo, pero al llegar fueron abrumadas por algo que no anticipaban: el cuerpo de su maestro y amigo no estaba más allí.

Después de la sorpresa, las conjeturas inevitables emergieron. María Magdalena asumió de inmediato que alguien había robado el cuerpo, nos cuenta Juan (20, 2). En efecto, ninguno de los cuatro evangelios nos indica que los discípulos esperaban la resurrección. Esta idea les tuvo que ser revelada por una presencia extraña, posiblemente un ángel. Y tal revelación, de hecho, no les trajo consuelo. Marcos nos dice que las mujeres huyeron de la tumba llenas de terror y espanto (16, 8). Tan poco esperada era la resurrección, que Lucas enfatiza que los apóstoles no creyeron en el testimonio de las mujeres (24, 11).

Pensemos por un segundo en esto. Ni ellas ni el resto de los discípulos esperaban la resurrección. Acongojados, más bien, empezaban a asimilar la muerte del rabí. La tumba vacía, entonces, supuso un momento de definición. Frente a la tumba, estas mujeres definirían el futuro del cristianismo: Jesús no ha muerto; ha resucitado. 

Luego de este momento fundacional, la historia toda del cristianismo cambiaría. Los evangelistas narrarían la vida de Jesús como una de profecías cumplidas, yendo a la Biblia Hebrea para señalar cómo en ella se anticipaba la muerte del que ahora llamaban con mayor convicción, el Cristo. La resurrección daría cumplimiento a todas estas profecías y la historia trágica de la derrota del Mesías se convertiría pronto en una de victoria.

Este acto de definición frente al cadáver ausente de Jesús debe invitarnos a reflexionar sobre qué es el cristianismo, particularmente hoy en Domingo de Resurrección. ¿Cuál es la esencia del cristianismo? Este debate, por supuesto, es tan antiguo como la historia de esta fe. Sin embargo, tuvo un pico extraordinario a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Tres fueron sus figuras decisivas: Adolf von Harnack, Alfred Loisy, y Ernst Troeltsch.

Harnack apelaría exclusivamente a los evangelios para buscar la respuesta. Para él, el estudio crítico de las escrituras señala que la esencia del cristianismo se define por tres factores: la expectativa del reino, el rol paternal de Dios y el valor infinito de la vida humana, y la invitación a una forma de virtud radical marcada por el mandamiento del amor, siendo esto último la clave.

Loisy no podría sino estar de acuerdo. Sin embargo, notaría que la exclusión deliberada de la tradición de la Iglesia debilitaba la posición de Harnack. En clara línea católica, señalaría que no es posible saber lo que el cristianismo es si no contamos con la ayuda de su larga tradición de interpretación. Pero, añadiría, la importancia de la tradición no supone dogmatismo. Por el contrario, la interpretación ha de ser fluida, como la historia misma del cristianismo.

Troeltsch entraría al debate para, a mi juicio, darle la respuesta definitiva. Harnack y Loisy, argumentaría, tienen razón. Para definir la esencia del cristianismo necesitamos de los evangelios y de la tradición. No obstante, él llevaría la posición de Loisy a su zenit. En un movimiento brillante, Troeltsch propuso que cada vez que la pregunta por la esencia del cristianismo se plantea, tal esencia es definida nuevamente. La idea es sencilla, pero crucial. Puesto que el cristianismo es una fe viva y no un mero objeto de estudio, cada nuevo momento en su historia le da nueva forma.

Sí, el cristianismo es el mensaje de Jesús recopilado en los evangelios. Sí, es la interpretación de ese mensaje en las epístolas de Pablo. Sí, es la tradición de los Padres de la Iglesia. Sí, es también la crítica de Lutero y Calvino y las respuestas de Eck y Moro. Sí, es el Vaticano I, pero también Vaticano II. Y, esto es fundamental, es cada acto creativo de ayer y hoy que le va dando nueva forma y lo reinterpreta a cada paso.

Por supuesto, no toda interpretación es igualmente válida. Un cristianismo que no cree en Cristo y en su mensaje de amor por el prójimo, por ejemplo, difícilmente podría llevar tal nombre. Pero uno que no cree en la autoridad de Roma, en cambio, supone una forma perfectamente válida, como lo muestra la rica historia del protestantismo.

La resurrección de Jesús, entonces, nos recuerda que el cristianismo es una fe viva y que desde sus inicios estuvo marcada por decisiones fundamentales. ¿Resucitó o no el Señor? Sí, respondieron los discípulos. ¿Es Jesús Dios o tan solo un profeta? Dios, respondió la mayoría. ¿El primado de Pedro o la igualdad entre los obispos?, preguntaron los patriarcas de Oriente. Divergencia marcó la respuesta. ¿Roma o solo la Biblia?, preguntó la Reforma. Las respuestas fueron disímiles.

Pero no toda diferencia supone ruptura. Y las diferencias, de hecho, nos ayudan a profundizar nuestra fe.  Frente a la tumba vacía de Jesús nos toca hoy también tomar decisiones. ¿Igualdad de derechos para hombres y mujeres o roles preconcebidos que los eliminan? ¿Darle estatus legal al amor entre parejas del mismo sexo o invisibilizarlas? La manera en la que respondamos a estas preguntas y muchas otras definirá la esencia del cristianismo hoy. 

Aprendamos de las discípulas. No dejemos que el terror por lo desconocido nos abrume. Que nuestra fe en el amor venza el espanto y que ella haga del cristianismo una fe abierta donde todos tengan un lugar en la mesa del Señor.