La lucha por el poder en la Iglesia (tomado de El País)

Autor: 

Jesús Rodríguez - reportaje tomado de El País

En tres años, el papa Francisco ha revolucionado el Vaticano. Sin embargo, a sus 80 años, se le acaba el tiempo. El siguiente paso en su hoja de ruta es pensar en un sucesor que no dé marcha atrás a sus reformas cuando él desaparezca. Ya ha nombrado a 44 cardenales 'electores' cercanos a su línea de pensamiento. Entre ellos, recientemente, el arzobispo de Madrid. Crónica de una batalla por el control de la jerarquía católica.

El viejo periodista, diplomático y sacerdote saborea su habano Romeo y Julieta, da un trago largo de escocés Lagavulin y profiere envuelto en una nube de humo: “La Iglesia es un portaviones; no es fácil cambiar su rumbo. La componen 1.300 millones de personas, 400.000 sacerdotes, 5.000 obispos y 200 cardenales de los cinco continentes. Dar un giro no es como maniobrar con una piragua. Tiene una inercia increíble. Hace falta tiempo, tesón y paciencia. Y alguien que gobierne con firmeza el timón. Desde marzo de 2013 el piloto es Francisco”.

–¿Cómo está cambiando el Papa la Iglesia española?

–El Papa interviene en cada país con la elección de obispos y cardenales. Es su prerrogativa. Y este no se arruga. En España, sus cambios en las principales diócesis y la Conferencia Episcopal han supuesto una ruptura con el período de Rouco.  Son obispos fiables en lo doctrinal. Grises. Discretos. Moderados. Pero de diálogo. Están comprometidos con la línea del Papa, con los que habla con su móvil, sin pasar por la centralita del Vaticano, donde hay muchos oídos… España está siendo un buen laboratorio para los cambios de Francisco.

–¿El Papa es un revolucionario?

–Es un reformador. Por eso admira a Lutero. En su origen fue un conservador. Pero como confesor conoce bien las debilidades del ser humano. Busca una evolución más que una ruptura. Un cambio de estilo. Quiere una Iglesia pobre para los pobres; que acoja y no regañe; con menos burocracia; que construya puentes y no muros; que no ponga solo el acento en la moral sexual. Es un cambio claro de prioridades. Francisco sabe que, solo sumando, la Iglesia puede sobrevivir.

Estamos en el centro de Roma. A cinco minutos de la soberbia Embajada de España en el Vaticano, un palacio del XVII con tapices de Rubens, bustos de Bernini y un suelo de marquetería que cruje como la cubierta de un viejo velero. En menos de 24 horas, el Papa celebrará en la otra orilla del Tíber, en el corazón de la basílica de San Pedro, el tercer consistorio de su pontificado: la reunión de sus cardenales (procedentes de más de 50 países). Y creará, bajo el baldaquino de Bernini, soportado por las cuatro columnas salomónicas, a 17 nuevos príncipes de la Iglesia entregándoles el birrete rojo y el anillo (que ya no es de oro sino de plata sobredorada). Entre ellos, Carlos Osoro, arzobispo de Madrid, de 71 años, uno de sus hombres de confianza.

Al final de este consistorio de noviembre, Francisco habrá nombrado en solo tres años a 44 cardenales electores (es decir, con menos de 80 años y que, por tanto, tendrían derecho a elegir al nuevo Papa en un hipotético cónclave) de los 120 que forman ese selecto club de purpurados. El colegio cardenalicio aún tiene a 21 electores creados por Juan Pablo II y 56 de Benedicto XVI. Pero los de Francisco ya suponen un tercio. Para que un cardenal sea Papa necesita, al menos, 80 votos de sus pares, es decir, dos tercios del cardenalato. Y la estrategia de Francisco es que su reforma, la puesta al día de la Iglesia, el cambio de su sistema operativo, no muera con él. Con las obligadas jubilaciones de los octogenarios, al ritmo que va de consistorios y sumando los próximos cardenales que nombre (son significativos los que ha elegido no solo en España, sino también en Bélgica, EE UU, Venezuela o Alemania, como muestra del perfil de obispos por el que apuesta), su modelo de Iglesia puede copar en menos de cinco años la mayoría del colegio cardenalicio.

Para un monseñor anónimo, “hay que tener claro que el proyecto del papa Francisco no se limita a su papado. Mira lejos. Tiene 80 años y corren por Roma chismorreos sobre su estado de salud. Francisco sabe que las reformas en la Iglesia son lentas (aquí la unidad de medida de tiempo es el siglo) y no se resigna a que cuando desa­parezca se produzca una involución, como pasó con el frenazo de Juan Pablo II al Concilio Vaticano II. El escenario en que se mueve Francisco es el de su sucesión. Cuando no se encuentre con fuerzas, se marchará. Y volverá a Buenos Aires, donde tiene una habitación reservada en una residencia para sacerdotes. Él lo dijo en público: ‘Como vivimos más tiempo, llegamos a una edad donde no podemos seguir adelante con las cosas. Yo haré lo mismo que Benedicto XVI, pedirle al Señor que me ilumine cuando llegue el momento y que me diga lo que tengo que hacer. Y me lo va a decir, seguro”.

Algunos vaticanistas comienzan a situar a Carlos Osoro como un papable que podría obrar de vínculo entre Europa y América (en este continente se concentra la mitad de los católicos del planeta, y de él ya proceden 40 cardenales electores; algunos como O’Malley, Madariaga, Porras o Cupich, de absoluta sintonía con este Pontífice). Hay posibilidades de que el próximo Papa también hable español. O, al menos, venga del Nuevo Mundo. Y para eso, “Francisco necesita un colegio cardenalicio que comparta su visión reformista”, continúa el monseñor. “Está deshaciendo los nudos del Vaticano. Lo que está provocando una reacción furibunda entre los más conservadores. Algunos ya hablan de polarización, y los más alarmistas, de guerra civil”.

No exagera. Nunca las decisiones de un Sumo Pontífice han sido criticadas con tanto descaro en la curia. La infalibilidad de Papa es dogma. Pero Francisco, con su incontinencia verbal (que él denomina “santa inconsciencia”) y su huracán de renovación, ha abierto las compuertas. Una veintena de cardenales (muchos de ellos sin derecho a voto) y decenas de obispos (en torno a 15 en España, de un total de 80, aunque sin un líder claro tras la forzada jubilación del cardenal Rouco, que aspiraba a seguir dos años más al frente de Madrid) no paran de escribir textos e impartir conferencias criticando sin sordina sus posturas. Y hay algo aún más grave: tres de sus rivales más enconados, el cardenal alemán Gerhard Müller (hijo predilecto de Ratzinger), el guineano Robert Sarah (muy apreciado por el Opus Dei) y el estadounidense Raymond Burke (el más combativo), forman parte de su entorno inmediato. Incluso de su ejecutivo. Y, al tiempo, viajan por todo el planeta (en España han sido invitados por los Legionarios de Cristo a su Universidad Francisco de Vitoria, y por los grupos provida) poniendo en solfa las decisiones del sucesor de san Pedro. La bestia negra de los cardenales disidentes es Amoris laetitia, la exhortación pastoral de Francisco sobre el amor en la familia, en la que abre la puerta al debate sobre la comunión de los divorciados. El asunto ha llegado al límite de que Francisco ha tenido que responderles a través de su periodista de cabecera, Elisabetta Piqué, corresponsal de La Nación, con estas palabras: “Ciertos rigorismos nacen de querer ocultar dentro de una armadura la propia y triste insatisfacción”.

¿Por qué no los fulmina, si es el último monarca feudal? Según José Beltrán, director de la revista Vida Nueva, “Francisco no va a hacer nada que moleste a Benedicto XVI. No quiere tenerle en contra. Y a esos cardenales los nombró Benedicto”. Para un monseñor afincado en Roma, “mientras Ratzinger viva, Francisco le va a mimar. Y se va a tragar las críticas de esos cardenales. Es al primero al que enseña sus escritos e informa de sus decisiones. Los dos viven en el Vaticano. Bergoglio en la Casa Santa Marta y Ratzinger en el monasterio Mater Ecclesiae. Francisco le consulta todo. No tiene más remedio. Sería mortal que Benedicto capitaneara una rebelión. Habría un cisma”.

Hay mar de fondo en el Vaticano. El secretario de Benedicto XVI, Georg Gänswein (que es al mismo tiempo responsable de la agenda de Francisco como prefecto de la Casa Pontificia), aseguró el pasado mes de junio que hay dos papas: “Uno activo y otro contemplativo”. Una idea que entusiasma a sus críticos. “El Papa está provocando una absoluta confusión en la Iglesia, y el único dique que nos queda contra sus ocurrencias es Benedicto XVI. Y que Dios le guarde muchos años”, asegura Francisco José Fernández de la Cigoña, experto en asuntos religiosos y bloguero conservador. 
En el campo de Francisco, monseñor Darío Viganò, su joven y poderoso director de comunicación y responsable de su cuenta de Twitter, desmiente ante este periodista la teoría de los dos papas: “Hay uno. Solo uno. El otro dejó de serlo cuando el helicóptero se elevó sobre el Vaticano con él a bordo el 28 de febrero de 2013. Y sí, va vestido de blanco, pero es que tendrá muchas sotanas blancas y no iba a tirarlas”. Ante esa batalla, un diplomático afirma: “La política, tal como la conocemos, es un juego de niños comparado con las maniobras y equilibrios de poder en el Vaticano”.

Para entender la estrategia de Francisco hay que tener en cuenta que es un jesuita. Entrenado para actuar tanto en las fronteras como en los centros de poder. Como miembro de la Compañía de Jesús, combina una mezcla de espiritualidad y acción; soberbia y sumisión; inculturación e intelectualidad. Los jesuitas son los marines del Papa. Desembarcan, abren camino, establecen cabezas de puente, son relevados y saltan a la siguiente misión. Ya sea en el Vaticano o en el Amazonas. Son la única orden con un voto específico de obediencia al Papa. Fueron represaliados por Juan Pablo II y, después de tres décadas trabajando en silencio, han regresado con uno de ellos al frente. En el gobierno de Osoro en Madrid, una de las piezas clave es el prestigioso jesuita Elías Royón, que tiene el encargo de restañar las deterioradas relaciones entre el episcopado y las órdenes religiosas. Un guiño de Osoro.

Según el periodista y sacerdote Antonio Pelayo, corresponsal en Roma desde hace tres décadas, “Francisco es, ante todo, jesuita. Y como Papa, cuenta con dos elementos a su favor: una sólida formación teológica detrás de su campechanía, y que es un hombre de gobierno: era provincial de los jesuitas con 37 años, obispo con 46 y con 59 presidente de la agitada Conferencia Episcopal Argentina. Sabe mandar. No se deja hacer. No se achanta. Es un hombre práctico, organizador y de jerarquía. Y como buen jesuita, le gusta generar debates. Está de acuerdo en suscitar críticas, pero odia las intrigas de sacristía. Repite en privado que lo único que consiguen esas sucias maniobras es animarle a seguir adelante. No va a parar”.

La Iglesia es la multinacional más antigua del mundo. Y Bergoglio ha acometido su reforma con un estilo que en las escuelas de liderazgo se definiría como “gestión del cambio”. (No hay que olvidar que los jesuitas dirigen algunos de los más importantes MBA del planeta, desde Washington y Bogotá hasta Tokio o Madrid). Cuando llegó al cuartel general del catolicismo, en marzo de 2013, la empresa estaba minada por los escándalos (Vatileaks), el descrédito (por los abusos sexuales) y la corrupción (por las prácticas del Instituto para las Obras de Religión). Perdía terreno en los mercados emergentes (Asia y Latinoamérica) frente a las sectas evangélicas; y se enfrentaba a la decadencia de su mercado tradicional (Europa). Sus clientes estaban envejeciendo, la política de comunicación y marketing era inexistente, su CEO (Tarcisio Bertone) estaba abrasado y el anciano presidente del consejo de administración (Benedicto XVI) acababa de tirar la toalla. En solo tres años, Francisco se ha convertido en un líder global; ha dado un giro a la gestión de la compañía, ha transformado su política de comunicación y, con una estrategia de marketing basada en la apuesta por los que sufren, ha reposicionado la entidad. Ahora piensa en su sucesor.

Cuando se le comenta el curioso parecido físico entre el Papa y él, Carlos Osoro estalla en carcajadas. Es un clérigo de aire juvenil (para sus 71 años); complexión atlética (fue profesor de gimnasia), cráneo desnudo, voz de barítono, abrazos prolongados y magistral capacidad de adaptación. Fue ordenado sacerdote cerca de la treintena. Antes trabajó de maestro y tuvo novia. Nunca fue un progre, ni de lejos; incluso en algún momento de su larga carrera obispal, fue tachado de personalista y conservador por sus sacerdotes. Aquello era Oviedo y quedó atrás. En Valencia, adonde llegó al arzobispado designado por Benedicto XVI, cambió de registro. Hoy está convencido de que para la Iglesia no hay otro camino que el de Francisco. De cura joven albergó en su casa a jóvenes del reformatorio. Ya de obispo, tuvo que plantarse en un puticlub para librar a una chica de sus explotadores. Era amigo del banquero Emilio Botín (de quien ofició el funeral) y lo es del heterodoxo padre Ángel, creador de Mensajeros de la Paz.

Aunque dicen que no se ha bajado de un coche oficial desde hace 40 años, no es difícil encontrárselo comiendo bocadillos en sotana por Madrid; visita cárceles donde comparte la escudilla de los presos y se ha manchado de barro en las barriadas más miserables; cocina, va a la compra y se lleva igual de bien con la presidenta de la Comunidad, Cristina Cifuentes, que con la alcaldesa, Manuela Carmena. No es un gran teólogo, pero las coge al vuelo. Está dispuesto a compartir la pompa, nunca la toma de decisiones. Se le podría definir como un cardenal de centro. Ya ha comenzado a recibir ataques a estribor y a babor. Para unos, se pasa; para otros, no llega. Sus primeros desencuentros con el sector más conservador han sido provocados por su supresión de la Misa de la Familia, en la madrileña plaza de Colón, durante años gestionada por los kikos (el Camino Neocatecumenal, uno de los movimientos más queridos por el cardenal Rouco); por negarse a firmar una carta contra la ley LGTB de Cifuentes, redactada por los obispos ultraconservadores Reig Pla, López de Andújar y Rico Pavés; o por alguno de sus nombramientos, como el de Josito Segovia, un sacerdote sin alzacuellos que proviene del trabajo con los presos y los toxicómanos, al frente de la vicaría de Pastoral Social. Osoro sonríe con cara de no haber roto un plato. “Es más listo que otros purpurados con diez doctorados”, remacha un monseñor.

–¿Monseñor Osoro, le halaga su parecido con el Papa?

–A mí me entusiasma lo que dice. Que tenemos que estar con la gente y ser ejemplo de sencillez. Que simultaneemos lo espiritual y lo asistencial, porque no somos una ONG. Que nuestras palabras y gestos lleguen al corazón de la gente. Que no manejemos una teología para intelectuales. La mayor necesidad de la gente es recibir cariño y comprensión. Y vamos a dejarnos de legalismos.

Carlos Osoro y todo el bando de Bergoglio aseguran tajantes que las transformaciones del papa Francisco son irreversibles. ¿Pero, en realidad, cuáles han sido? De la suma de declaraciones de expertos, cardenales y obispos se saca la conclusión de que el primer gran cambio ha sido el propio estilo de vida del Pontífice, que ha abandonado el Palacio Apostólico, cerrado la mansión de Castel Gandolfo y olvidado los Mercedes de alta gama, para vivir en una residencia con sacerdotes de todo el mundo (con los que come a diario en el autoservicio) y moverse en un Fiat 500L con la matrícula SCV1 (Stato della Città del Vaticano 1, el distintivo del Papa). Francisco ha optado también por una mayor colaboración con los obispos de las Iglesias locales, a los que ha dado autonomía y protagonismo. Según José María Gil Tamayo, secretario de la Conferencia Episcopal Española, “los cardenales han dejado de ser cargos honoríficos, príncipes de la Iglesia, para convertirse en un equipo efectivo de apoyo al Papa”.

Dentro de ese marco de colegialidad (un eufemismo que en la Iglesia se traduce por democracia), Francisco ha creado el C9, un consejo de nueve cardenales de los cinco continentes (dos son latinoamericanos) que se ha reunido en Roma 16 veces desde diciembre de 2014, está trabajando en la transformación de la curia vaticana y, entre otras decisiones, ha puesto en marcha la Comisión para la Protección de los Menores, que monitoriza los dosieres de pederastia dentro de la Iglesia. Sin embargo, la revolución más profunda del C9 es el diseño del retrato robot y el sistema de elección de los obispos del futuro. Nada más llegar al papado, Francisco ya depuró la Congregación para los Obispos (la fábrica de monseñores) de sus miembros más conservadores, como Rouco o Burke. Ahora llega el segundo y crucial asalto.

El C9 también ha centralizado los delicados asuntos de comunicación y economía en dos nuevas y poderosas secretarías. Y, junto a la Secretaría de Estado (el órgano de gobierno del Papa), ha dado un nuevo impulso a la diplomacia vaticana (con representación en más de 180 países), que ha tenido un gran protagonismo en Palestina, Cuba y Venezuela. Para un sacerdote vaticano, “Francisco quiere que la Iglesia tome riesgos en la resolución de conflictos; que se erija como un negociador en asuntos como los refugiados”. Y, sobre todo, Francisco no ha dejado en manos de su secretario de Estado la gestión de la Iglesia, como hizo Benedicto XVI con el cardenal Bertone o Juan Pablo II con Angelo Sodano, que actuaban como vicepapas sin ningún tipo de control. “Francisco sabe todo lo que pasa”.

Es difícil tener la certeza de cómo ha transmitido Francisco a sus obispos españoles la línea que quiere marcar. Más allá de las homilías que imparte en Santa Marta, sus exhortaciones y entrevistas, en marzo de 2014 se reunió con ellos en Roma; y, tres meses más tarde, con el triunvirato de la Conferencia Episcopal (Blázquez, Osoro y Gil). Allí les indicó su hoja de ruta. En la que, según uno de los obispos asistentes, Juan del Río, había una orden clara: “No se metan en política”. ¿La han cumplido? “Juzgue usted. Entre 2015 y 2016 ha habido un montón de elecciones en España y nadie en la Iglesia ha abierto la boca. Es un cambio de estilo…, ¿no?”. Para otro monseñor, “estamos viviendo una etapa en la Iglesia que comparo con la transición española. Entonces, la mayoría de la población era sociológicamente del régimen anterior, pero cuando llegó el momento, optó por el cambio. Y hay un movimiento de reacción, pero no llegará ni a un tercio de los obispos”.

La nave central de San Pedro está teñida de rojo por los solideos de dos centenares de príncipes de la Iglesia. El tercer obispo llamado a la presencia de Francisco para recibir los atributos del cardenalato es Carlos Osoro. Su eminencia reverendísima se inclina ante el Papa. Bajo la sotana roja, viste el primoroso roquete de lino blanco, la prenda de gala de los obispos. Solo un par de horas antes, nos ha confesado que perteneció a Vicente Enrique y Tarancón, el cardenal de la transición española. Al igual que a su jefe, a Osoro le gustan los gestos.