Deborah Laporta

Deborah: una vida de amor como una oportunidad para hallar la vida eterna

”Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.” (Mateo 16: 24-25)

A Deborah no le vino la fe en la adolescencia o en alguna otra etapa de su vida: la bebió con la leche materna. Hija de un pastor metodista argentino de ancestros catalanes, y de una inquieta profesora chiclayana, Deborah creció desde siempre a la luz de Dios, y de su presencia natural y constante en su vida cotidiana. Como la menor de tres hermanos, Deborah solía corretear y jugar a las escondidas por los recovecos de las diversas Iglesias Metodistas de Lima en las que le tocó vivir con su familia. Y, cuando sus hermanos fueron al colegio, pudo disfrutar con exclusividad de la compañía de su padre, de quién heredó no solo una sólida espiritualidad, sino también la austeridad, la disciplina para el ahorro y ese temperamento tan característico de los catalanes que ella mostraba especialmente cuando algo le parecía injusto.

Porque Deborah tenía un profundo sentido de la justicia que la llevó siempre a reclamar y actuar por los más débiles. Como cuando logró traer de Piura al Hospital del Niño en Lima a Nayeli, una niña pequeña cuya madre le había trasmitido el VIH antes de dejarla huérfana. Le indignaban profundamente las injusticias de este mundo.

Deborah estudió en el colegio América del Callao, donde aprendió el idioma inglés, y el placer de jugar y ser feliz haciendo grandes amigas y amigos que le durarían toda la vida. Todos la recuerdan por su alegría y su vocación solidaria.

Su padre falleció cuando ella tenía solo doce años de edad, pero siempre la acompañó y ella lo veía reflejado en todo lo que hacía. Los domingos, temprano en la mañana me decía: ”hoy es el día del Señor, vamos al culto o a la misa!”. Sí, porque podía ser a uno u otro, no había diferencia. Su padre había trabajado, con gran sentido ecuménico, para que la Iglesia Metodista, la Católica y otras iglesias en el Perú marcharan juntas. De hecho, cuando nos casamos, un sacerdote y un pastor compartieron la ceremonia.

Deborah vivió su adolescencia y juventud con su madre, cuidándose mutuamente, y estudió sicología en la Universidad Cayetano Heredia, carrera que ella misma se pagó con su trabajo como secretaria en el Lima Cricket. Aunque ella siempre decía que se sentía más una profesora que una sicóloga.

Y así la conocí yo, como profesora, a principios de los años 80, en el Campo de Marte, enseñando a las primeras promociones del Colegio José Antonio Encinas, un colegio pequeño e innovador. Amorosa, dulce y juguetona con los niños, coincidimos en un mismo salón de clase y coincidimos también en la fe, en el deseo de cambiar el mundo y en nuestro amor por los niños así que, después de casarnos, decidimos tener los nuestros: Gustavo y Gabriel. Sus grandes amores. Y aunque los crió con mucho cariño, nunca los consintió: siempre fue exigente, crítica y muy responsable con ellos.

En el año 1991 fundó junto con un médico, el Instituto Educación y Salud (IES), y se dedicó a crear programas de educación sexual para jóvenes y a la prevención del SIDA, epidemia que se extendía incontenible por aquellos días. Trabajó en capacitación de docentes no sólo en muchas regiones del Perú sino que asesoró programas en diversos países, y durante mucho tiempo su pasaporte anduvo lleno por la gran cantidad de viajes que hacía. Quedan de esos años los numerosos materiales didácticos, guías y otras publicaciones que ella elaboró junto con sus entrañables compañeros y amigas del IES y que han sido usadas y siguen siendo usadas hasta hoy por quienes trabajan en estas áreas.

En esos años también se le detectó la artritis, una enfermedad del sistema inmunológico (no confundir con la artrosis) que la acompañaría el resto de su vida. Los dolores que le causaba la artritis eran cada vez más fuertes y frecuentes, y la enfermedad por épocas parecía controlada pero por épocas también se desbordaba. A pesar de los dolores, Deborah nunca dejo de trabajar por los niños y jóvenes; llegó a vivir en Huaraz una temporada, trabajando en un programa educativo de una empresa privada; y participaba activamente de la Iglesia Metodista de Miraflores y de la Comunidad Héctor de Cárdenas cuando nuestros hijos terminaron de estudiar en el Colegio del mismo nombre. Muy preocupada por la salud de las personas, trabajó un tiempo como Directora de Promoción de la Salud en el Ministerio y estudió algunos métodos alternativos a atención de la salud para dedicarse a esto.

Deborah vivió entregando sus preocupaciones, su tiempo y su vida al cuidado de su madre y sus hijos, de jóvenes y adolescentes pobres, de profesoras y profesores de todo el país, de miembros de su amada Iglesia y de todos sus amigos y familiares; siempre atenta a intervenir frente a las injusticias, a escuchar y aconsejar a los que lo necesitaran y a dar ideas y trabajar para hacer mejor las cosas y solucionar problemas vitales para la gente. Nunca he visto a alguien dar la vida por los demás con tanta conciencia de que era Dios quien se lo pedía; Deborah aprovechó esa importante y breve oportunidad que tenemos todos para amar y servir sin condiciones y, de ese modo, hallar la verdadera vida, la vida eterna. Por eso tenemos la certeza de que Deborah sigue, hermosa y feliz, entre nosotros.

Javier